Si pudiera
formular un deseo, Silvio Rodríguez preferiría un rabo de nube, un torbellino
en el suelo, una gran ira que sube, un aguacero en venganza, que cuando escampe
se convierta en nuestra esperanza. Torbellino, ira, aguacero, venganza… todos
los sustantivos se alejan de la quietud, de la calma, del pacifismo; más bien
incitan a la rebelión, al movimiento, a la acción y es probable que a la
violencia, pero no a cualquier tipo de violencia.
La Historia del mundo oscila entre etapas de tensión y distensión: para
bien o para mal España cambió después de la Guerra Civil; para bien o para mal
el mundo cambió a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial; para bien o para
mal Francia y el resto de Europa cambiaron tras la Revolución de 1789. No
avanzamos sino a fuerza palos, como si portásemos en nuestro ADN la religión de
la apatía, del gregarismo y la humillación y sólo reaccionáramos ante la pócima
que contiene el brebaje de la violencia; parece altamente improbable que una
sociedad no pueda cambiar sus cimientos sin pasar por la violencia.
Cuando el porcentaje de paro, que ahora supera el 25%, sea real; cuando
no unos pocos, sino la mayoría de los españoles “viva en sus carnes” que para
no morir como perros hay que pagar generosamente a un médico privado; cuando llegue
el día en que la formación, la educación, la cultura y el espíritu crítico ya
sólo estén al alcance de quienes coleccionan los grabados que tan cómodamente
firma Mario Draghi; cuando la mayoría ya no tenga ni para comer, y sobrevivir
se convierta en el todo o la nada; cuando la calle se convierta en el pasillo
de los hogares… sólo entonces, cuando sólo nos quede la vida y el único atuendo
sea la piel, el único instrumento las manos y el único motor el instinto
animal, entonces sucederá lo que siempre ha sucedido: la violencia volverá a
personificarse y no volveremos a ver lo que el viento se llevó.
Incluso aquel al que muchos tienen por redentor de la humanidad, aquel
cuya venida al mundo cambió hasta la organización de nuestro calendario, el
mismo que se instauró en ejemplo de amor a los enemigos, ese mismo al que
muchos consideran un dios, ese mismo llegó a decir que no había venido a traer
la paz, sino la espada, y esa es la violencia de la que hablo.
La violencia no es tomar las armas y prepararnos
para la guerra. La violencia no es erigirse en el asesino de los otros.
Violencia es tomar las calles, hacerse con su control, no salir a dar una
vuelta como se ha hecho hasta ahora. Violencia es paralizar el país indefinidamente
y decir ‘no’ a esas huelgas inútiles de un día. Violencia es escandalizar a la
nueva burguesía acomodada, aquella que no reacciona si no es por contacto con su
trasero al raso del invierno. Violencia es asumir definitivamente que somos
mayoría frente a la clase política y financiera; es asimilar que, si bien ésta
ostenta los resortes de poder, la unión de la aplastante mayoría hará la fuerza
y en esta ocasión trescientos nunca vencerán a tres millones porque eso nunca
será posible. Violencia es la llegada del día en que las fuerzas del orden se
planten, renuncien a sus deberes para cumplir con sus semejantes y dejen de “encubrir”
a quienes con fruición y alevosía deciden nuestros destinos en el Congreso.
Violencia es tomar el poder para devolvérselo a los ciudadanos de este país, a
sus médicos, a sus maestros y profesores, a sus agricultores, a sus
trabajadores, a los padres y madres de todos nuestros hijos. Ese día la
violencia habrá brindado el paso a una democracia, una Democracia Real.
*Este artículo se publicó el martes 22 de enero en EL PERIÓDICO DE HUELVA
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