La
semana pasada, mientras realizaba la compra en el supermercado, me reencontré
con un antiguo alumno. En el transcurso de la conversación me anunció que había
abandonado la carrera de Administración y Dirección de Empresas porque no pudo
superar las asignaturas de las que se matriculó el primer año, aunque
actualmente estaba inscrito en Magisterio y ahora el curso sí le era
placentero. Más tarde recordé que cuando le impartí clases de Lengua Castellana
y Literatura en segundo de Bachillerato, hace ahora tres años, él era repetidor
y superó la materia –aunque no con muchas garantías– en septiembre de aquel mismo
ejercicio académico.
No
es el primer caso similar que llega a mis oídos y, lejos de ser una excepción,
ésta es la norma que define al sistema educativo español y que lo diferencia
lamentablemente del tan laureado modelo finlandés. Un país en el que aspirar al
título de Magisterio se resuelve con la nota de acceso más baja de todo el
elenco (un cinco pelado y mondado), es un país condenado al fracaso. No podemos
dejar la educación de nuestros hijos en manos de los mediocres generados por un
sistema que hace aguas por todas partes. La carrera de educador se ha convertido
en un cajón de sastre donde se recoge todo aquello que sobra, se ha convertido
en la falsa moneda que cantaba Imperio Argentina, aquella que “de mano en mano
va, y ninguno se la queda”.
Sin
pretender generalizar, reconociendo las excepciones, hay que asumir que en la
Enseñanza Secundaria de este país tampoco hay buenos educadores. Sí hay buenos especialistas
en diversas ramas de las ciencias: tenemos excelentes matemáticos, biólogos,
filólogos, economistas, ingenieros… pero todo el conocimiento de la materia que
atesoran no les permite convertirse en buenos educadores. Porque el arte de
saber educar y enseñar, de transmitir, de motivar y entusiasmar es otra
especialidad del conocimiento que requiere otra dedicación y otro estudio
complementarios. El sistema de acceso a la docencia ha sido siempre un
despropósito: sólo con un poco de suerte, en este país se puede ser docente sin
haber abierto un libro, lo que no es óbice para que, en cambio, sí exista un
reducido número de educadores competentes.
Como
en Finlandia, sólo los mejores expedientes académicos del Bachillerato deberían
optar al título de Educador y, finalmente, sólo los mejores educadores deberían
convertirse en los profesionales del
sistema. Pero mucho habrá aún que esperar, mucho habrá aún que cambiar en un
país donde siempre se ha cultivado la mentalidad de que ir al colegio, al
instituto o a la universidad es una obligación tediosa y no una puerta para
acceder al empleo y a la calidad de vida.
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