He
visto la fotografía de una niña pequeña que lloraba en Caracas. Era tan pequeña
que no lloraba por la muerte de Hugo Chávez, sino porque su madre, que aparecía
junto a ella en la imagen, lloraba desconsolada por la muerte del comandante.
La chica lloraba porque todo el mundo a su alrededor lloraba, porque el
desconsuelo y la resignación se contagia, lo mismo que el optimismo y la
sonrisa, y más la carcajada, esa risa tonta que se reproduce descontroladamente
porque lo propicia el entorno.
Cuando la niña sea mayor comprenderá
por qué la ciudad entera lloraba por un solo hombre. Ahora llora socialmente,
como los fumadores que necesitan del tabaco para relacionarse. Cuando sea
mayor, no obstante, comprenderá que aquel hombre ya no será el mismo por el que
su madre lloraba, ni por el que lloraban los venezolanos. El mito habrá deformado
la realidad igual que las pantallas de televisión y de los ordenadores, las
emisoras de radio y las páginas de prensa lo hicieron mientras aquel hombre
vivía. Un hombre que para media humanidad cargó la cruz de dictador y para su
país, empero, se convirtió en el redentor de la pobreza, en la reencarnación del
mismo Bolívar en la era de la globalización.
Aquella niña nunca llegará a conocer
al comandante porque el pretérito y la leyenda se aunarán, se fundirán en un
mismo recipiente, como siempre, para abrir camino a la distorsión. Porque los
grandes de la Historia siempre serán personajes de un cuento en el que la
verdad histórica es la que menos interesa. Una verdad histórica que, en cambio,
habría humanizado a muchos de nuestros héroes hasta situarlos al alcance de la
mano, cuando no del corazón. Una verdad histórica que habría evitado confundir
la imitación o el trabajo con la adoración en templos o barcos abigarrados al
son de cornetas y tambores; una verdad histórica que no convierta el icono del
chavismo en otro sonar de trompetas sólo cuando llega el momento de celebrar
onomásticas o de hablar por hablar para ensalzar el culto a los ídolos.
Cuando la niña haya crecido y sea
una mujer, tal vez los gobernantes de su país hayan medrado a costa de quienes
lloraron el cinco de marzo, quizá habrán asumido el poder y, como en España,
tratarán de enriquecerse mientras cultivan los golpes de pecho in memoriam de
los Bolívar o los Chávez, los Che o los
herejes de cada tiempo.
Cuando la niña sea mayor comprenderá
que sus lágrimas fueron a parar a la mar, que es el morir.
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