No
hace muy poco, en un reportaje de televisión, un empresario de la alta
hostelería española anunciaba, como el que oye llover, que el menú más barato
de su restaurante costaba 175 euros. La afirmación me hizo recordar de nuevo que
lo inquietante de las monstruosidades del capitalismo no es que haya quien
pueda abonar un almuerzo que ronde los 200 euros, o tal vez una noche de hotel
por 500, o degustar un vino selecto cuya botella se eleva a los 1.000 euros. Lo
más preocupante es que si todo esto sucede es porque hay personas que se lo
pueden permitir. Y si hay alguien en el mundo que pueda pagar con cierta
regularidad 500 euros por dormir una noche en un hotel es porque esa persona, o
bien la empresa para la que trabaja, o tal vez ambas a la vez, estén “robando
legalmente”. Así sucedió con el boom
inmobiliario: lo que ahora cuesta 100 antes valía 1.000, y esos 900 de
plusvalía han permitido y aún siguen permitiendo a muchos pagar un vino a 1.000
euros y a otros mendigar en los comedores sociales.
El dinero ni se crea ni se destruye, sólo circula de
bolsillo en bolsillo. La crisis ha contribuido a potenciar aún más el paradigma
de la picaresca: antes, cuando se decía
que había mucho dinero y se despilfarraba, había que idear argumentos para no
deshacerse de él con facilidad. Ahora que todo está patas arriba, el eslogan de
las administraciones y de las empresas de este país es “no hay dinero”. Y con
el “no hay dinero” se llega a Roma, porque escuchar “no hay dinero” hoy es
sinónimo de “verdad” o “cruda realidad”. ¿Hay dinero? No más que el de siempre.
Se dice que no hay dinero, no hay dinero para casi nada, pero en realidad hay
dinero para casi todo, para casi todo lo superfluo, para todo lo que nunca
debió haber dinero.
Las empresas cada vez tienen menos dinero para pagar
salarios, pero cuando hay interés, hay dinero para aportar donaciones a la
contabilidad B del Partido Popular.
No hay dinero, éste es un país laico, pero de alguna
manera, cuando hay interés, hay dinero para sufragar un estado “confesional
católico” que echa por tierra la Constitución de 1978.
No hay dinero para salvar vidas en los hospitales, pero sí
lo hay para financiar un ejército cuyo papel hoy día no es otro que actuar de
fuerza disuasoria en una especie de guerra fría mundial permanente.
La crisis ha terminado con el dinero, pero no ha terminado
(ni terminará) con ninguna fiesta patronal, con ninguna romería, con ninguna
feria o verbena, con ninguna de las procesiones de Semana Santa. Quien mejor lo
sintetiza es Antonio Muñoz Molina en su último ensayo, Todo lo que era sólido: “La fiesta como identidad y casi como forma
de vida (…), la fiesta como gasto prioritario del presupuesto público (…). La
fiesta modesta de una tarde se expandió a una semana entera”. Y hoy aún
continúa así.
No hay dinero para mantener la promesa de las pensiones,
pero sí hay dinero para pagar sueldos vitalicios de ex diputados y ex
presidentes que sólo lo fueron por algunos años.
En Madrid no hay dinero para contratar médicos y profesores,
pero sí lo hay para insistir año tras año en la organización de unas olimpiadas.
La cuestión no es si hay o no hay dinero. La cuestión es,
¿hacia dónde queremos o quieren que vaya el dinero? Que no nos engañen.
Comentarios
Publicar un comentario