El
avión despega y gana altura, un individuo contempla las parcelas de terreno, adheridas
unas a otras, como un collage
remendado por un artista consagrado. El mundo empequeñece, el individuo se
apropia del don de la ubicuidad, se entroniza y, con el cetro de los dioses,
contempla las criaturas como animalillos desperdigados en la arena, unos
labrando la tierra, otros huyendo despavoridos, y la mayoría dejando pasar el
tiempo. Desde la altura se vislumbran hileras difuminadas procesionando hacia
los hormigueros. Siente el individuo lástima de los párvulos especímenes,
ajándose muchos de ellos al sol de la canícula, y en el invierno subyugados por
la lluvia y por la nieve. Y todos sudando los cueros para subsistir a duras
penas en este valle de lágrimas. Siente piedad, misericordia de ellos, y de
repente evoca las palabras de quien murió por escarnio desde lo alto. Las
comprendió al instante. Perdónales, porque no saben lo que hacen. Esa mirada,
piensa, es el privilegio de los dioses, es el prisma desde el que se contempla
el mundo con una perspectiva global y serena, libre de prejuicios, es la
atalaya a través de la cual logramos comprender nuestras miserias y comprobar
cuán errados estamos y qué difícil es desandar lo andado porque no se puede asesinar
un sistema de pensamiento curtido en el egocentrismo de millones de existencias
cuyas perspectivas no son diferentes a las de los mulos cuando tiran de los
carruajes. Esa mirada nos ha sido privada a conciencia, deduce el individuo,
para que nos ofusquemos en los hormigueros, y que el único Norte no sea otro
que desangrarnos por la tierra y por un racimo de vísceras que llevarnos a los
intestinos. Dichosas las aves, como Juan Salvador, que comprendió el oficio de
la libertad. Nuestras alas son los sesos, pero en ellos reluce un doble filo.
Desde
lo alto el individuo contempla turbas aglomeradas en torno a una ermita blanca
con una enorme concha en su pórtico. Se repelen, forcejean por adherirse a un
paramento de varales donde han incrustado una figura a la que veneran. El paramento
es un pelele zarandeado que navega a merced del hormiguero. He ahí el ídolo, el
becerro de oro, la redención. Perdónales porque no saben lo que hacen. Pero eso
lo adivina el individuo desde lo alto, desde su cruz. Los otros, ¿tienen culpa
de su ceguera?
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