Al
final habrá que digerir el vaticinio de Peter Weir en 1998 con El show de Truman: las redes sociales se
han convertido en el nuevo Gran Hermano doméstico de nuestras vidas. Los
usuarios han decidido hacer públicas sus vidas, hasta las más insólitas
sandeces y vulgaridades se elevan a la categoría de panegíricos. Hay quienes se
dedican a colgar la foto del perrito durmiendo en la cama; en otras ocasiones enmarcan
el plato de jamón con guisantes que algún anodino ser coloca en el sagrario
tecnológico como muestra de su vida insulsa y aburrida, y hay quienes no tienen
reparos a la hora de anunciar en la red la muerte de un ser querido e incluso
lanzan imágenes de santos y vírgenes invocando “desde la nube” la piedad o el
milagro divino.
Se
dice también que hay que educar a los adolescentes para utilizar correctamente
las redes sociales, que deben aprender a no filtrar datos e imágenes que
pertenecen a la intimidad o a la vida privada, pero hay días que me cuestiono
si los verdaderos educandos no han de ser también los adultos: en Facebook
pululan enormes cantidades de fotografías de bebés recién nacidos colgadas en
la red por sus mismos padres.
García
Márquez dijo que había que vivir para contar, para contar la vida, pero nos
hemos olvidado del primer verbo. Para contar hay que vivir, y no al revés, como
viene sucediendo en las redes sociales. Hoy se cuenta para vivir, y el que no
cuenta no vive. Se cuenta para mitigar la insatisfacción de una vida vulgar y
fútil, mediocre y tediosa. La pantalla del ordenador, con la red social de
fondo, se ha convertido en un anexo del propio cerebro. La realidad no es lo
que sucede en las calles, en las casas, en las plazas o en los edificios, la
realidad trascendental es la que se cuenta en la pantalla del móvil o en la del
ordenador. Cada vez es más usual ver en los bares de copas grupos de
adolescentes sentados en torno a una mesa, cabizbajos y silenciosos todos:
interactúan con el teclado de sus teléfonos móviles.
Gente
drogada, gente dormida, pegada a un aparato con teclado como Góngora a su nariz
según el soneto de Quevedo. Gente que algún día terminará mirando el dedo que apunta
hacia la Luna en lugar de contemplarla. Otra forma de aniquilar el pensamiento
crítico. O más bien de no pensar. Rebuznos en el aire.
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