Es curioso, pero sólo sucede cuando al cabo de cierto tiempo abandonas la comarca y vuelves los viernes al atardecer. Llega un momento en que uno se acostumbra a respirar el aire putrefacto que congestiona las grandes y pequeñas urbes, y ya se convierte en una acción automática y mecánica: inspirar-expirar, inspirar-expirar, inspirar-expirar... Este viernes, tras regresar de Palma del Río (Córdoba) y almorzar en Sevilla, decidí abrir la ventanilla del coche a la altura de Calañas-El Perrunal. El vehículo se llenó de aire puro, de aromas de jara y eucalipto (a todo ello sumamos las temperatura más bajas, que ya es hora). La sensación que proporciona una fragancia natural y la ilusión de volver a casa, a tu verdadera casa después de cinco días consecutivos de trabajo en la lejanía, me supuso disfrutar de unos minutos de verdadera felicidad, felicidad intensa. Lástima que los fines de semana se esfumen en un suspiro y las semanas transcurran al ritmo de un péndulo eterno.