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Mostrando entradas de febrero, 2013

Ciencia desnaturalizada

La ciencia nos guía, nos conduce por caminos insospechados. La medicina es la ciencia que más satisfacciones nos ha aportado: gracias a ella hemos logrado situar la esperanza de vida en los 80 años de media y erradicar, además, enfermedades otrora mortales. Si bien al principio los avances médicos sólo estuvieron al alcance del capital, más tarde, con la democratización de la ciencia, llegaron hasta las capas más bajas gracias a la instauración de un sistema público sanitario. Así nació y floreció la industria farmacéutica, que se enriqueció “a costa de” mejorar la salud de los ciudadanos. Hasta aquí lo admisible, otro cantar es cómo la industrialización de la ciencia se ha convertido en un fenómeno en el que la salud humana ha salido perjudicada para beneficiar los intereses económicos de aquellas empresas que se dedican a comercializar con el progreso científico. La obsesión por la dieta y el adelgazamiento engendró la invención de una industria basada en

Fumata blanca, fumata falsa

Cuando un sentimiento tan individual como la religión pasa a ser un fenómeno colectivo o social, pierde toda su esencia para convertirse en una tradición, en una costumbre. Y las costumbres terminan transformándose en leyes, en este caso dogmas. Lo individual es espontáneo, libre, no está sujeto a normas; lo colectivo es sistemático, se debe al grupo, a un consenso en el que las partes individuales deben ceder una porción de libertad para actuar bajo acuerdos. Lo individual, por lo tanto, vive en continuo progreso; lo colectivo tiende al conservadurismo. Aquello que comenzó –según papeles apologéticos carentes de valor histórico– en una aldea de Galilea, al amparo de un individuo llamado Jesús, con el paso de los años se ha convertido en un emporio –cierto, pero cada vez más denostado– que encontró su negocio en la capitalización del mensaje del nazareno. Y de aquellas primitivas comunidades cristianas emergió el monstruo de las Cruzadas y la Santa Inquisición

Rafael

El miércoles pasado un señor peruano se presentó en casa para reparar la persiana del salón. Llegó a la hora del té tras el almuerzo y eso facilitó que la conversación fluyera con facilidad. Cuando Rafael –así dijo que se llamaba– recogió su maletín y se marchó hubo unos instantes de silencio. Aquel hombre había hablado tan sencilla, tan llanamente, utilizando un sentido común tan inusitado, que comprendí al instante que aquello era precisamente lo que necesitamos para sanar, porque, tal vez, como suele decirse, el sentido común es el menos común de los sentidos. Aquella misma mañana, en una clase de literatura del siglo XX para bachillerato, había estado analizando el famoso poema que Juan Ramón Jiménez escribió en Eternidades para explicar su evolución poética: “ Vino, primero, pura, vestida de inocencia. Y la amé como un niño. Luego se fue vistiendo de no se qué ropajes y la fui odiando sin saberlo. Llegó a ser una reina fastuosa de tesoros… Mas se fue

Maleducados

Dicen que la leche que hemos mamado de pequeño –con la carga simbólica que ello conlleva– forja nuestra identidad en el futuro, pero cada vez tiendo a pensar que yerran quienes así lo consideran. La buena educación familiar está condenada a deteriorarse por la constante erosión que sufre en su contacto con la educación colectiva: la calle, los medios de comunicación, las instituciones, la clase política y financiera… Todo lo que se respira en el ambiente, ineluctablemente, nos hace desembocar en el crisol de un país cuyo ADN lleva escrito el marbete de la picaresca, la ruindad y la sinvergonzonería. Por eso siempre acaba imponiéndose el modelo educativo social que desde las altas esferas se diseña. Tenemos Bárcenas y Urdangarines porque es la educación colectiva que hemos mamado, tenemos Gürteles y Malayas porque también los ciudadanos de la clase media-baja han aprendido a corromperse con licenciosas prácticas que nos recuerdan a Lázaro de Tormes. Habría que suma