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Maleducados


Dicen que la leche que hemos mamado de pequeño –con la carga simbólica que ello conlleva– forja nuestra identidad en el futuro, pero cada vez tiendo a pensar que yerran quienes así lo consideran. La buena educación familiar está condenada a deteriorarse por la constante erosión que sufre en su contacto con la educación colectiva: la calle, los medios de comunicación, las instituciones, la clase política y financiera… Todo lo que se respira en el ambiente, ineluctablemente, nos hace desembocar en el crisol de un país cuyo ADN lleva escrito el marbete de la picaresca, la ruindad y la sinvergonzonería.



Por eso siempre acaba imponiéndose el modelo educativo social que desde las altas esferas se diseña. Tenemos Bárcenas y Urdangarines porque es la educación colectiva que hemos mamado, tenemos Gürteles y Malayas porque también los ciudadanos de la clase media-baja han aprendido a corromperse con licenciosas prácticas que nos recuerdan a Lázaro de Tormes. Habría que sumar las cantidades de dinero negro que se embuchan quienes, vendiendo una imagen de pordiosero, solicitan los 400 euros y las ayudas familiares al tiempo que tienen las arcas cubiertas con el estraperlo que atesoran a espaldas de la Administración y con la complicidad de toda la plebe. A todos los niveles, éste es el país de la picaresca.
Todo radica en la Educación, y por ende, en el sistema educativo que tenemos. A comienzos de los 80, la culpa de los malos resultados académicos era demérito de los alumnos. Ahora, bien entrado el siglo XXI, es de los docentes. Pero se veía venir: desde la Administración se ha constatado que continuar culpabilizando a los alumnos ya no era rentable, algo debía cambiar para que todo continuara igual, de modo que había que cambiar el punto de mira y demonizar a los profesores. Por eso, la actitud de la Administración educativa me recuerda a la famosa invectiva de Jesús cuando tildaba de hipócritas a los escribas y fariseos, acusándoles de advertir la paja en el ojo ajeno y soslayar la viga en el propio.
A la Administración sólo le interesa las estadísticas. No tiene interés en que los niños aprendan, no persigue fomentar el espíritu crítico, la cultura y la formación. La Administración quiere cifras, estadísticas para alardear de una política educativa que se traduzca en votos cada cuatro años, como si el aprobado garantizara de por sí el aprendizaje, como si cambiar en los boletines de notas un cuatro por un cinco nos salvara de la quema. Y esta presión que los inspectores educativos ejercen sobre el profesorado está cristalizando: en los últimos años los centros se han convertido en una fábrica de pseudotitulados, las evaluaciones han pasado a ser un mercadillo ambulante, una industria en la que los títulos se regalan como churros, y el que menos, se encaja en primero de carrera con dos o tres asignaturas  –en realidad– suspensas.
Éste es el modelo social que están diseñando para nosotros y nuestros hijos: generaciones de estudiantes con títulos universitarios pero con enormes carencias y lagunas de conocimiento, titulados que luego no son capaces de escribir dos párrafos medianamente coherentes o bien hilvanados y sin errores ortográficos, y mucho menos expresarse oralmente con corrección y adecuación, generaciones supeditadas al opio que les cae desde los aparatos de televisor, dormidas con la droga de la telefonía móvil y las redes sociales, cuando no del nuevo panem et circenses de nuestros días: el fútbol.
Una sociedad que desprecia a sus maestros sólo puede ser condenada a la ignominia y a la vulgaridad, funesta semblanza que nuestros representantes políticos han sembrado con alevosía y premeditación para fomentar un neoanalfabetismo que amanse los rebaños. Así nos tienen controlados.

*Este artículo se publicó el martes 5 de febrero en EL PERIÓDICO DE HUELVA

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