Cuando
un sentimiento tan individual como la religión pasa a ser un fenómeno colectivo
o social, pierde toda su esencia para convertirse en una tradición, en una
costumbre. Y las costumbres terminan transformándose en leyes, en este caso
dogmas. Lo individual es espontáneo, libre, no está sujeto a normas; lo
colectivo es sistemático, se debe al grupo, a un consenso en el que las partes
individuales deben ceder una porción de libertad para actuar bajo acuerdos. Lo
individual, por lo tanto, vive en continuo progreso; lo colectivo tiende al
conservadurismo.
Aquello que comenzó –según papeles apologéticos carentes de
valor histórico– en una aldea de Galilea, al amparo de un individuo llamado Jesús, con el paso de los años se ha convertido
en un emporio –cierto, pero cada vez más denostado– que encontró su negocio en
la capitalización del mensaje del nazareno. Y de aquellas primitivas
comunidades cristianas emergió el monstruo de las Cruzadas y la Santa
Inquisición, que más tarde se fue suavizando con algunas desviaciones certeras
como las campañas misioneras en el Tercer Mundo. Y de la túnica y las barbas
apostólicas germinó un demonio fastuoso de tesoros que convirtió cada vez más
lo individual en colectivo. Y la palabra se convirtió en dogma, y el dogma en
yugo.
Pronto habrá fumata blanca, de nuevo. Pero no nos llamemos
a engaño: de una institución gobernada por sexagenarios, septuagenarios u
octogenarios adláteres no se puede esperar el progresismo y el rupturismo
necesarios para sanear lo que desde hace dos milenios se convirtió en una cueva
de ladrones y embusteros. La historia de la Iglesia se ha escrito a pasos de
hormiga, siempre descomunalmente descompasada con los tiempos que han corrido.
Tal vez, cuando hayan transcurrido tres siglos alcanzará los compromisos que
exige esta sociedad del XXI, pero como siempre, ya será tarde.
Siempre será tarde para una institución que ha basado su
vellocino de oro en el capitalismo de una doctrina sin embargo tan individual,
tan íntima y tan personal como es el amor al prójimo e incluso a los enemigos, una
doctrina cimentada en la oración como alimento del alma y unas bienaventuranzas
que, al contrario que cualquier prospecto de medicina, hay que mantener sólo al
alcance de los niños, porque sólo de ellos es el Reino de los Cielos.
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