El avión despega y gana altura, un individuo contempla las parcelas de terreno, adheridas unas a otras, como un collage remendado por un artista consagrado. El mundo empequeñece, el individuo se apropia del don de la ubicuidad, se entroniza y, con el cetro de los dioses, contempla las criaturas como animalillos desperdigados en la arena, unos labrando la tierra, otros huyendo despavoridos, y la mayoría dejando pasar el tiempo. Desde la altura se vislumbran hileras difuminadas procesionando hacia los hormigueros. Siente el individuo lástima de los párvulos especímenes, ajándose muchos de ellos al sol de la canícula, y en el invierno subyugados por la lluvia y por la nieve. Y todos sudando los cueros para subsistir a duras penas en este valle de lágrimas. Siente piedad, misericordia de ellos, y de repente evoca las palabras de quien murió por escarnio desde lo alto. Las comprendió al instante. Perdónales, porque no saben lo que hacen. Esa mirada, piensa, es el privile...
La sal en la herida