Luces externas

Desde siempre ha sido tradición católica exhibir la escena del nacimiento de Jesús de Nazaret en los hogares, pero en los últimos años está comenzando a consolidarse una moda navideña consistente en transcender la barrera del hogar y hacer gala de motivos ornamentales y luminosos en las fachadas y balcones de las viviendas. Me temo que en un lustro cualquier foráneo que visite el pueblo podría quedarse impertérrito ante semejante mosaico de luz adornado con barbudos vistiendo atuendos blanquirrojos e intentando acceder al pirulo echa humos de cada casa. Sólo es necesario que un vecino lo ostente para que, al año siguiente, la cosecha se recoja multiplicada. Nadie va a quedarse descolgado de las corrientes y modas de turno, porque “yo lo valgo”, y así lo asumen los que siguen a Vicente y berrean siguiendo las cagalutas del rebaño.

Hace unos años escuché decir al sacerdote de mi pueblo, Santiago Santaolalla, que el cristianismo era (y es) “una religión de interiores, no de exteriores”. El párroco pronunció su prédica en el púlpito argumentando que ser cristiano no consiste en ostentar o en aparentar, sino en sentir, en pensar y en creer. Ahora, pese a defender una postura antieclesiástica y plenamente adversa al catolicismo, sigo, no obstante, considerando la expresión del párroco como una reflexión brillante y certera al comprobar cómo el tiempo de Adviento cristiano se ha convertido en un escaparate externo que invita a esos anhelos de templanza y cordialidad que presuponen el espíritu navideño, pero que quedan pisoteados cuando, tras cruzar el umbral de la puerta y dejar en el exterior la intermitencia de las luces, todos somos conscientes de que las pistolas verbales continúan estando cargadas y “quien me la hace me la paga”.

Para qué engañarnos, esas luces (no digo todas) no son sino la máscara de una podredumbre que necesita solaparse con ornamentos para seguir ocultando la latente hipocresía sempiterna que ha venido caracterizando a los cristianos catetos: “Cada uno en su casa y Dios en la de todo el mundo”. No estaría mal que el sacerdote volviera a recordar eso de que “el cristianismo es una religión de interiores, no de exteriores”, y que lo dijera a mansalva, sin pelos en la lengua, en pleno templo, el día en que los cristianos colapsan los bancos vacíos del resto del año y vuelven a poner de manifiesto que son cristianos de exteriores, no de interiores.

Pero de todos modos, aunque lo pronunciara, los feligreses volverían a sentir, -como siempre- que están escuchando llover. Feliz año.