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'Lorca, del mito al logos: un viaje de ida y vuelta', por Manuel López*

*Manuel López. Profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Antonio Gala de Palma del Río (Córdoba).
La apropiación demagógica y sectaria de ciertos símbolos por parte del poder ha sido una constante a lo largo de la historia, aunque no sé si tan cínica y descarada como en la época actual. Los diversos grupos políticos se nos presentan ahora como adalides del arte, la cultura, el folklore, las ciencias experimentales e incluso las adivinatorias. Y es justo en estos momentos, en los que la cultura española navega sin rumbo entre el nacionalismo más cerril y el cosmopolitismo más esnob, cuando nos topamos atónitos con el Jubileo del Año Santo Lorquiano.
Después de la beatificación por el Vaticano de algunos mártires de la guerra civil española y de algún guiño a ciertas minorías raciales dentro de la iglesia, las diversas administraciones españolas han secundado el ejemplo y han conseguido la cuadratura del círculo: reivindicar la figura de Federico García Lorca como protomártir cultural de la guerra civil y como miembro de una de las minorías más apreciadas de hecho por nuestro gobierno, los homosexuales. Es decir, lo políticamente correcto elevado a su máxima potencia. ¿Quién da más?
Lo cierto es que en este éxtasis místico lorquiano no ha faltado nadie: desde el Ministerio de Cultura, pasando por comunidades autónomas hasta el más pequeño municipio de nuestra geografía, todo son bendiciones y parabienes ante la conmemoración del nacimiento de Lorca. Nunca nuestras autoridades habían mostrado tanto interés por la cultura. Como él mismo decía en su romancero apócrifo:

manchadas de aceituna,
se le ven
las bragas a la luna,
se le ven

Sin duda, a Lorca se le veía la pluma y a nuestros gobernantes se les ve el plumero. El poder necesita mitos y símbolos con los que encandilar al pueblo mientras por detrás le roba la cartera y de paso le aprieta un poco más el cinturón. Y no es de extrañar pues vivimos en un país que va bien y en una sociedad donde el más tonto hace un lápiz y donde los ídolos se fabrican como churros: deportistas, cantantes, actores, banqueros, diseñadores, e incluso jueces, constituyen un firmamento de estrellas fugaces que ciegan al personal con sus ¿brillantes? destellos. Se necesitan, pues, unas gafas especiales, y no precisamente Ray-ban, para no dejarse deslumbrar y acabar desvanecidos ante tan rutilantes astros. No es sino la versión contemporánea del mito de la caverna.
Este hecho resulta aún más paradójico si consideramos que la cultura occidental surgió como una respuesta racional al mundo mítico de los griegos. Ese proceso de desmitificación que dio origen a nuestra cultura sigue en la actualidad el camino inverso: el ciberuniverso mediático (o sea, nuestro logos actual) al servicio de unos cuantos prestidigitadores de la imagen y de la palabra que inundan el planeta de pseudodioses con los que entretener al público y justificar lo injustificable.

A pesar de ello no seré yo quien se encargue de menospreciar a Lorca, pero tampoco ayudaré a encumbrarle a ese falso Olimpo que pretenden crear. Entre otras razones porque estaría contribuyendo a tergiversar y desvirtuar la esencia de su obra. Trataré de explicarme: el mito es un elemento esencial en toda la producción de Lorca, no sólo en su poesía (prueba palpable son sus obras Romancero Gitano y Poeta en Nueva York, en las que Lorca mitifica a la raza gitana y al negro americano respectivamente) sino también en su teatro, y muy especialmente en su Trilogía de la tierra española.
El mismo Lorca manifestaba en 1934 la necesidad de volver a la tragedia porque “nos obliga nuestra tradición teatral” y “porque en el mundo ya no luchan fuerzas humanas sino telúricas”. Ese apego a la tierra, a las tradiciones ancestrales siempre en conflicto con las pasiones humanas, aparece fielmente reflejado en esos personajes femeninos que Lorca eleva a la categoría de símbolos de la realidad de su tiempo, símbolos de carácter universal que trascienden todo tipo de localismo.
Ahora bien, la utilización del mito en su obra no obedece sólo a cuestiones artísticas o estéticas; desempeña una función mucho más importante: Lorca consideraba que el teatro tenía que ejercer una función didáctica, debía ser un elemento que ayudase al pueblo a superar el empobrecimiento cultural en que se encontraba. Por otra parte, el mito en Lorca es también un elemento de denuncia social; representa la forma más simple y aleccionadora de mostrar la opresión del pueblo andaluz, las tremendas desigualdades sociales y, en definitiva, la injusticia de la época que le tocó vivir.
Así pues, en lugar de tantos homenajes vacíos de contenido y de tantos actos para la galería, nuestros gobernantes deberían preocuparse más por mejorar realmente la educación y no quedarse sólo en esas “divinas palabras” y en esas promesas vanas que ya nadie cree. Seguramente ese sería el mejor homenaje que podrían haber tributado a la figura de Lorca y a lo que verdaderamente representa. Todo lo demás no son más que fuegos de artificio cargados del cinismo más amargo y cruel.
Basta ya de falsos mitos y de predicadores engañabobos y embaucadores. El pueblo es soberano para elegir a sus mitos al igual que a sus representantes políticos, pero sobre todo si lo hace desde una formación intelectual firme y sólida. Es precisamente esa formación la que se le ha venido negando hasta ahora y la que se le sigue negando hoy día, a pesar de las estadísticas triunfalistas y falseadoras que pretende esgrimir la administración en su defensa. Está claro que una cosa es predicar y otra dar trigo.
Y como no hay mejor cuña que la de la misma madera, basten como pequeño homenaje al compañero Federico las palabras de otro ilustre poeta, Francisco de Quevedo; palabras que, aunque sacadas de contexto, sirven para reflejar fielmente el alto precio que tuvo que pagar Federico García Lorca por el simple hecho de expresar abiertamente sus ideas:

Esta es la información, éste el proceso
del hombre que ha de ser canonizado;
en quien, si advierte el mundo algún pecado,
admiró penitencia con exceso.

Manuel Manzorro


NOTA DEL AUTOR: Este texto, amigo mío (dense por incluidas también las amigas), que hace ahora diez años redacté como colaboración para una revista literaria que por desgracia desapareció al poco de iniciar su andadura (¡vaya gafe el mío!), fue producto tanto de la reflexión en torno a la figura de Lorca, del que entonces se celebraba el centenario de su nacimiento, como de la crítica hacia ese mundillo político que siempre ha tratado de apostar a caballo ganador utilizando de forma partidista el nombre de muchos intelectuales y artistas a los que en el fondo desprecia. Y pienso que, para desgracia nuestra, el texto sigue teniendo plena vigencia pues desde 1998 se han sucedido varios centenarios más, especialmente el 4º centenario de la publicación de la primera parte de El Quijote, que no han hecho sino demostrar que la cultura y la educación siguen ocupando el vagón de cola de las prioridades políticas de nuestro país. ¿Hasta cuándo? Posiblemente hasta que las ranas críen pelo, aunque teniendo en cuenta los avances de la genética habrá que fiar un desenlace feliz para épocas más remotas del futuro, usease, per saecula saeculorum.

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