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Crónicas parisinas: la Tour Eiffel, plato fuerte

2 de enero

Fue el único día que desayunamos en el hotel. Esperábamos un buffet, pero nos encontramos un pequeño habitáculo donde apenas se podía respirar. Una camarera muy sonriente con rasgos magrebíes nos sirvió el menú, que consistía en un pequeño vaso de zumo de naranja, un chocolate que muy poco nos recordaba a nuestro añorado Cola-Cao, un croissant en proceso de endurecimiento, extrañas galletas y unos supuestos dulces franceses. Nos acompañaba una familia chilena que sólo acertó, en un mal francés, a decir: bonjour. Dijeron, ya en español de América, que era obligatorio visitar Monmartrè. Nosotros, para cultivar nuestras raíces, nos despedimos con un hasta luego muy coloquial.

Y nos dirigimos a Nôtre Dame, pero una vez állí, ni rastro del jorobado. Un árbol de Navidad presidía la plaza. Aparecían los primeros signos de escarcha y eso hacía que el pavimento resultara un tanto resbaladizo. Accedimos a la catedral, anegada por una atractiva luz tenue. Al fondo presidía la gran Piedad. Todo enorme, pero nada sorprendente para lo que nos esperaba más tarde en la Tour Eiffel.

Junto a Nôtre Dame

A la salida estábamos ansiosos por ver y hacernos una foto con las gárgolas, pero las inclemencias del tiempo nos impidieron acceder a lo alto de la catedral, de modo que nos dirigimos al barrio de Saint-Michel. Para protegernos del frío nos adentramos en una librería en la que compramos Le petit prince de Antoine Saint de Exùpery, una ortografía francesa y una pequeña antología de poemas franceses. Continuamos nuestro recorrido por Saint-Michel y nos perdimos entre libros de ocasión (¡sólo costaban 20 céntimos de euro!). Al mediodía comimos en un restaurante italiano muy afrancesado lingüísticamente.


En la Universidad de París (Sorbona), leyendo Le petit prince

Los jardines de Luxemburgo nos esperaban como postre. No obstante el verde brillaba por su ausencia, aunque desde allí ya vislumbramos, por primera vez, la Torre Eiffel, de modo que nos pusimos manos a la obra, no sin antes contemplar la Universidad de París en la Sorbona.


Una vez frente la Torre Eiffel, la cola para acceder era una serpiente multicolor, un laberinto. Esperamos casi dos horas y, mientras tanto, una familia italiana acaparaba nuestra atención. Tomamos un café con "saga" que resultó ser "sugar" gracias a una gentil chica que pronunció un inglés más correcto que el del camarero. En la torre se nos advertía de los carteristas, que amenazaban con amargar el viaje a más de un turista despistado. Los grados bajaban a medida que ganábamos en altura. En la primera planta la vista ya era no apta para gente con vértigo. En lo más alto había desde japoneses hasta moldavos que ondeaban una bufanda de la patria. Se podía, incluso, brindar con champán por el excesivo precio de 10 euros en una copa sin pie de soporte. Justo en lo más alto, la torre comenzó a emitir luces y destellos, un ritual que se repetía cada hora en punto desde que entra la noche.

Mi compañero y yo, en lo más alto de la Torre Eiffel

Vista nocturna de París (río Sena) desde lo más alto de la Torre Eiffel

En un puente sobre el río Sena, y al fondo la Torre Eiffel iluminada.

Al concluir la experiencia, descendimos con las vegijas a punto de estallar. No era de recibo miccionar desde lo alto de la torre y adelantar la lluvia dorada a algún turista, así que, como fuimos incapaces de encontrar un local con aseos, no tuvimos más remedio que recurrir a un túnel subterráneo vigilando que nadie apareciera. El chorro fue interminable.

Aquella noche comimos en un McDonald del Barrio Latino. Regresamos al hotel, nos adecentamos y volvimos al Barrio. Mohamed, no obstante, previamente nos había recomendado una discoteda situada junto al cine Rex en Poissonière que visitaríamos al día siguiente.

En el Barrio Latino sondeamos primero y entramos en un pub de salsa regentado por sudamericanos aparentemente cubanos. ¡Nos clavaron 14,15 euros por una cerveza y una coca cola! Nos adentramos hacia el pasillo de baile, donde unos italianos acechaban a las sudamericanas (pero regresaron con las manos vacías). Y en menos de una hora encendieron las luces y tuvimos que marcharnos. Sólo eran las dos de la noche.

Recorrimos más de una vez el Barrio probando suerte en el resto de locales abiertos, y hasta fuimos rechazados por no ir acompañados de ninguna mademoiselle. En realidad, el Barrio Latino cerró sus puertas a dos verdaderos latinos (¡vaya machada!). Anduvimos mucho hasta llegar al hotel, y la fatiga nos venció.

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