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París no se acaba nunca

Tal vez sea cierto que "París no se acaba nunca" (Vila-Matas), porque aun habiendo examinado hasta el último rincón de la ciudad, siempre queda una segunda mirada, y una tercera... París no se acaba nunca. A cada minuto te sorprende con un edificio de colosales dimensiones, con un monumento verdaderamente emblemático. La arquitectura parisina, no ya la elevada a la categoría de arte, no la turística, sino más bien la civil, aquella más práctica, la que sirve de cobijo a sus habitantes, no tiene nada que ver con la fealdad de los pisos españoles, demasiado fríos, poco humanos. En cierto modo, da la impresión de que en París aún se vive -insisto: arquitectónicamente- en un pasado clásico, y eso, créanme, es algo alentador.
Cosmopolita donde las haya, muy similar a la urbe que González Iñárritu nos muestra en 'Babel', París abre sus fauces al minúsculo ciudadano del mundo que la visita para argumentar en su currículo que, al menos un día, fue transeúnte en el paraíso del Romanticismo, en el alcázar de la Bohème.

1 de enero. Cena gélida en plena calle.
Llegamos al aeropuerto de Orly alrededor de las 19.30 horas y cogimos una lanzadera directa hasta París. Allí conocimos a dos parejas españolas, una sanguntina y otra de Montilla (Córdoba). Al fin y al cabo, viajar a París tampoco es tan exclusivo. Tomamos el metro en dirección a Château d'Eau, donde nos esperaba el Hotel Garden Opéra y Mohamed, el recepcionista al que así bautizamos por su evidente semblante marroquí o argelino.

Soltamos el equipaje y bajamos a cenar en un burguer especializado en pollo. Allí nos atendió un muchacho cuyo francés era casi ininteligible. Queríamos comer en el local pero eran las 22.15 horas e iba a cerrar (nos sorprendimos), de tal modo que nuestra primera cena en París fue en plena calle y a dos grados bajo cero. El pollo, para más inri, estaba tan cargado de salsa picante que casi nos salía fuego por la boca.

Comiendo pollo ardiente, en una calle de París

En París es difícil encontrar un banco y papeleras, que por cierto, son bolsas de basuras metidas en un soporte similar al aro de una canasta de baloncesto.

Sondeamos el barrio y terminamos en Chez Jeanette (Casa Juanita, vamos), donde tomé una cerveza con claro sabor a abadía. El aseo era unisex y me temo que mi compañero fue sorprendido por una francesita mientras satisfacía sus necesidades. El bar se iluminaba tenuemente con velas, pero la que coronaba nuestra mesa estaba apagada, así que un negrito muy simpático nos dio luz de muy buena gana.

En Chez Jeanette, tomando una cerveza con sabor a abadía

Minutos más tarde, un grupo de chicos y chicas americanos se sentó muy cerca de nosotros, pero lo que más nos llamó la atención fue una rubia americana que lucía unas enormes gafas a lo '123' de Chicho Ibáñez Serrador. Y en estos menesteres llegó el camarero para apagar una a una las velas del bar. Cesó la música, las puertas externas cerraron, iluminaron el local y tuvimos que salir pitando.


Mi compañero Andrés (al fondo, la chica americana del '123')

Regresamos al hotel muy cansados, pero comenzamos a ver la caja tonta y sus canales franceses, italianos, portugueses, alemanes... Sólo TVE1 nos devolvía a España.

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